Venida la mañana, todos los principales sacerdotes y los ancianos del pueblo entraron en consejo contra Jesús, para entregarle a muerte.
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Y le llevaron atado, y le entregaron a Poncio Pilato, el gobernador.
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Entonces Judas, el que le había entregado, viendo que era condenado, devolvió arrepentido las treinta piezas de plata a los principales sacerdotes y a los ancianos,
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diciendo: Yo he pecado entregando sangre inocente. Mas ellos dijeron: ¿Qué nos importa a nosotros? ¡Allá tú!
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Y arrojando las piezas de plata en el templo, salió, y fue y se ahorcó.
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Los principales sacerdotes, tomando las piezas de plata, dijeron: No es lícito echarlas en el tesoro de las ofrendas, porque es precio de sangre.
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Y después de consultar, compraron con ellas el campo del alfarero, para sepultura de los extranjeros.
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Por lo cual aquel campo se llama hasta el día de hoy: Campo de sangre.
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Así se cumplió lo dicho por el profeta Jeremías, cuando dijo: Y tomaron las treinta piezas de plata, precio del apreciado, según precio puesto por los hijos de Israel;
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y las dieron para el campo del alfarero, como me ordenó el Señor.
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Jesús, pues, estaba en pie delante del gobernador; y éste le preguntó, diciendo: ¿Eres tú el Rey de los judíos? Y Jesús le dijo: Tú lo dices.
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Y siendo acusado por los principales sacerdotes y por los ancianos, nada respondió.
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Pilato entonces le dijo: ¿No oyes cuántas cosas testifican contra ti?
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Pero Jesús no le respondió ni una palabra; de tal manera que el gobernador se maravillaba mucho.
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Ahora bien, en el día de la fiesta acostumbraba el gobernador soltar al pueblo un preso, el que quisiesen.
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Y tenían entonces un preso famoso llamado Barrabás.
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Reunidos, pues, ellos, les dijo Pilato: ¿A quién queréis que os suelte: a Barrabás, o a Jesús, llamado el Cristo?
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Porque sabía que por envidia le habían entregado.
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Y estando él sentado en el tribunal, su mujer le mandó decir: No tengas nada que ver con ese justo; porque hoy he padecido mucho en sueños por causa de él.
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Pero los principales sacerdotes y los ancianos persuadieron a la multitud que pidiese a Barrabás, y que Jesús fuese muerto.
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Y respondiendo el gobernador, les dijo: ¿A cuál de los dos queréis que os suelte? Y ellos dijeron: A Barrabás.
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Pilato les dijo: ¿Qué, pues, haré de Jesús, llamado el Cristo? Todos le dijeron: ¡Sea crucificado!
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Y el gobernador les dijo: Pues ¿qué mal ha hecho? Pero ellos gritaban aún más, diciendo: ¡Sea crucificado!
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Viendo Pilato que nada adelantaba, sino que se hacía más alboroto, tomó agua y se lavó las manos delante del pueblo, diciendo: Inocente soy yo de la sangre de este justo; allá vosotros.
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Y respondiendo todo el pueblo, dijo: Su sangre sea sobre nosotros, y sobre nuestros hijos.
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Entonces les soltó a Barrabás; y habiendo azotado a Jesús, le entregó para ser crucificado.
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Entonces los soldados del gobernador llevaron a Jesús al pretorio, y reunieron alrededor de él a toda la compañía;
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y desnudándole, le echaron encima un manto de escarlata,
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y pusieron sobre su cabeza una corona tejida de espinas, y una caña en su mano derecha; e hincando la rodilla delante de él, le escarnecían, diciendo: ¡Salve, Rey de los judíos!
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Y escupiéndole, tomaban la caña y le golpeaban en la cabeza.
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Después de haberle escarnecido, le quitaron el manto, le pusieron sus vestidos, y le llevaron para crucificarle.
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Cuando salían, hallaron a un hombre de Cirene que se llamaba Simón; a éste obligaron a que llevase la cruz.
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Y cuando llegaron a un lugar llamado Gólgota, que significa: Lugar de la Calavera,
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le dieron a beber vinagre mezclado con hiel; pero después de haberlo probado, no quiso beberlo.
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Cuando le hubieron crucificado, repartieron entre sí sus vestidos, echando suertes, para que se cumpliese lo dicho por el profeta: Partieron entre sí mis vestidos, y sobre mi ropa echaron suertes.
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Y sentados le guardaban allí.
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Y pusieron sobre su cabeza su causa escrita: ESTE ES JESÚS, EL REY DE LOS JUDÍOS.
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Entonces crucificaron con él a dos ladrones, uno a la derecha, y otro a la izquierda.
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Y los que pasaban le injuriaban, meneando la cabeza,
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y diciendo: Tú que derribas el templo, y en tres días lo reedificas, sálvate a ti mismo; si eres Hijo de Dios, desciende de la cruz.
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De esta manera también los principales sacerdotes, escarneciéndole con los escribas y los fariseos y los ancianos, decían:
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A otros salvó, a sí mismo no se puede salvar; si es el Rey de Israel, descienda ahora de la cruz, y creeremos en él.
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Confió en Dios; líbrele ahora si le quiere; porque ha dicho: Soy Hijo de Dios.
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Lo mismo le injuriaban también los ladrones que estaban crucificados con él.
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Y desde la hora sexta hubo tinieblas sobre toda la tierra hasta la hora novena.
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Cerca de la hora novena, Jesús clamó a gran voz, diciendo: Elí, Elí, ¿lama sabactani? Esto es: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?
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Algunos de los que estaban allí decían, al oírlo: A Elías llama éste.
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Y al instante, corriendo uno de ellos, tomó una esponja, y la empapó de vinagre, y poniéndola en una caña, le dio a beber.
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Pero los otros decían: Deja, veamos si viene Elías a librarle.
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Mas Jesús, habiendo otra vez clamado a gran voz, entregó el espíritu.
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Y he aquí, el velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo; y la tierra tembló, y las rocas se partieron;
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y se abrieron los sepulcros, y muchos cuerpos de santos que habían dormido, se levantaron;
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y saliendo de los sepulcros, después de la resurrección de él, vinieron a la santa ciudad, y aparecieron a muchos.
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El centurión, y los que estaban con él guardando a Jesús, visto el terremoto, y las cosas que habían sido hechas, temieron en gran manera, y dijeron: Verdaderamente éste era Hijo de Dios.
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Estaban allí muchas mujeres mirando de lejos, las cuales habían seguido a Jesús desde Galilea, sirviéndole,
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entre las cuales estaban María Magdalena, María la madre de Jacobo y de José, y la madre de los hijos de Zebedeo.
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Cuando llegó la noche, vino un hombre rico de Arimatea, llamado José, que también había sido discípulo de Jesús.
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Este fue a Pilato y pidió el cuerpo de Jesús. Entonces Pilato mandó que se le diese el cuerpo.
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Y tomando José el cuerpo, lo envolvió en una sábana limpia,
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y lo puso en su sepulcro nuevo, que había labrado en la peña; y después de hacer rodar una gran piedra a la entrada del sepulcro, se fue.
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Y estaban allí María Magdalena, y la otra María, sentadas delante del sepulcro.
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Al día siguiente, que es después de la preparación, se reunieron los principales sacerdotes y los fariseos ante Pilato,
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diciendo: Señor, nos acordamos que aquel engañador dijo, viviendo aún: Después de tres días resucitaré.
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Manda, pues, que se asegure el sepulcro hasta el tercer día, no sea que vengan sus discípulos de noche, y lo hurten, y digan al pueblo: Resucitó de entre los muertos. Y será el postrer error peor que el primero.
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Y Pilato les dijo: Ahí tenéis una guardia; id, aseguradlo como sabéis.
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Entonces ellos fueron y aseguraron el sepulcro, sellando la piedra y poniendo la guardia.